PABLO EHRLICH
LA BALA MÁGICA
I
Nuestra historia comenzó con Antonio Leeuwenhoek, hombre positivo que
mirando por un ojo mágico, hace doscientos cincuenta años, descubrió los microbios,
y que ciertamente habría soltado un típico bufido holandés de menosprecio a
cualquiera que se hubiera atrevido a calificar de ojo mágico a su microscopio.
Pablo Ehrlich, que era un hombre jovial, será el broche final y necesario de este
importante relato. Ehrlich se fumaba veinticinco cigarros al día; gustaba de beber en
público un tarro de cerveza en compañía de su mozo de laboratorio, y otros muchos
tarros con sus colegas alemanes, ingleses o norteamericanos. Aunque hombre
moderno, llevaba en sí algo del espíritu medieval cuando decía: —Hay que aprender a
matar microbios con balas mágicas.
Esta frase provocaba la risa de la gente, y sus enemigos le pusieron el mote de
«Doctor Fantasio»
¡Pero logró fabricar una bala mágica! Como alquimista que era, hizo algo más
insólito aún, pues transmuto una droga, veneno favorito de los asesinos, en
medicamento salvador; a base de arsénico elaboró un menjurje para librarnos del
pálido microbio en forma de sacacorchos; microbio cuyo ataque es la recompensa del
pecado, cuya mordedura es la causa de la sífilis, la enfermedad del nombre
aborrecible.
La imaginación de Pablo Ehrlich era de los más fantástica, disparatada y
anticientífica, y esto lo ayudó a conseguir que los cazadores de microbios dieran otro
paso adelante, aunque, por desgracia ha habido pocos que hayan sabido seguirlo; y
es por eso que nuestra historia debe terminar con Pablo Ehrlich.
Claro que así como el sol sigue a la aurora, es seguro que las proezas de los
cazadores de microbios no han terminado; vendrán otros que, a su vez, fabricarán
balas mágicas, hombres que serán tan atrevidos y originales como lo fue Pablo
Ehrlich, porque la simple combinación del trabajo incesante con amplios y magníficos
laboratorios no producirán las maravillosas curas que están por venir... Hoy día no
existen cazadores de microbios que clavándonos la mirada nos digan que dos y dos
son cinco, y Ehrlich era de esa clase de hombres.
Nació en Silesia, Alemania, en marzo de 1854. Estando en el colegio nacional de
Breslau, el profesor de literatura le asignó una composición sobre un tema: «La vida
es sueño»
« La vida está basada en oxidaciones normales», escribió aquel brillante joven
judío. «Los sueños son funciones del cerebro y las funciones del cerebro son meras
oxidaciones... los sueños son algo así como una fosforescencia del cerebro».
Su ingenio le valió una mala nota, pero esto no era una novedad —siempre las
obtenía—. Después del colegio asistió a una escuela de medicina, o mejor dicho, a
tres o cuatro, pues Ehrlich era lo que se llama un estudiante «ambulante». Las
distinguidas facultades de Medicina de Breslau, Estrasburgo. Friburgo y Leipzig
opinaban que no era un estudiante común y corriente; todos coincidían en que era un
pésimo estudiante, con lo que querían decir que Ehrlich se rehusaba a memorizar las
diez mil complicadas palabras que se supone son imprescindibles para curar
enfermos. Era un revolucionario. Formaba parte del movimiento dirigido por Luis
Pasteaur, el químico, y Roberto Koch, el médico rural. Los profesores le ordenaban a
Ehrlich que disecase cadáveres, para aprender las diferentes partes del cuerpo; pero
en vez de hacerlo, cortaba una parte del cadáver en rebanadas muy delgadas, y se
dedicaba a teñirlas con una asombrosa variedad de preciosos colores de anilina que
compraba, pedía prestado o hasta robaba bajo las mismas barbas del profesor. No
tenía la menor idea de por qué le gustaba hacer esto, aunque no cabe la menor duda
de que hasta el final de sus días la mayor alegría de este hombre, aparte de las
discusiones científicas disparatadas que sostenía en las cervecerías, era contemplar y
fabricar colores brillantes.
¿Que es lo que ésta haciendo, Pablo Ehrlich?— le preguntó Waldeyer, uno de los
profesores.
—Señor profesor estoy ensayando con diferentes colorantes.
Odiaba la enseñanza clásica y se clasificaba a sí mismo de modernista, mas
dominaba el latín, que utilizaba para acuñar sus gritos de combate, dado que prefería
los lemas y las consignas a la lógica.
¡Corpora non agunt nisi fixata!, solía exclamar, dando puñetazos sobre la mesa,
haciendo bailar los platos. ¡Los cuerpos actúan sólo cuando han sido fijados!— frase
que lo alentó durante treinta años de constantes fracasos—. ¡Ve usted! ¡Comprende
usted! ¡Sabe usted!, — acostumbraba decir blandiendo sus anteojos de cuernos ante
su interlocutor. De tomarlo en serio se podría llegar a creer que fue aquella jerigonza
latina y no su cerebro de investigador lo que le condujo al triunfo (en lo que no deja
de haber algo de verdad).
Pablo Ehrlich era diez años menor que Roberto Koch; se encontraba en el
laboratorio de Cohnheim el día que Koch hizo su primera demostración con el microbio
del carbunco; era ateo, de ahí que necesitara un dios humano, y ese dios fue Roberto
Koch. Tiñendo un hígado enfermo, Ehrlich, antes que Koch, había visto un microbio de
la tuberculosis; más en su ignorancia, y sin la clara inteligencia de Koch, supuso que
los bastoncitos coloreados eran cristales. Pero todo se le iluminó aquella tarde de
marzo de 1882 cuando escuchó las pruebas dadas por Koch de haber descubierto la
causa de la tuberculosis.
—Fue el momento más emocionante de mi carrera científica— decía Ehrlich
mucho después.
Así, que fue a ver a Koch. ¡También él tenía que dedicarse a la caza de microbios!
Ehrlich le enseñó a Koch un procedimiento ingenioso para teñir el microbio de la
tuberculosis, procedimiento que con ligeras variantes, se sigue usando actualmente.
Poseía una vocación decidida para cazador de microbios. Con su entusiasmo, terminó
contagiándose de tuberculosis y tuvo que marcharse a Egipto.
Ehrlich contaba entonces treinta y cuatro años, y de haber muerto en Egipto, con
toda seguridad habría caído en el olvido a se hubiera hablado de él como de un
visionario alegre y amante de los colorantes, pero fracasado. Tenía la energía de un
dínamo; estaba seguro de poder visitar enfermos y cazar microbios, todo al mismo
tiempo. Fue director de una hermosa clínica de Berlín, pero era sumamente nervioso y
se sentía agitado con los lamentos de los enfermos que no podía aliviar, y con la
muerte de los enfermos incurables. ¡Curarlos! No con conjeturas, ni estando a su
cabecera, ni poniéndoles las manos encima, ni esperando milagros de la naturaleza,
sino... ¿cómo curarlos? Estos pensamientos hacían de él un mal médico, porque los
médicos han de ser compasivos y no desesperarse a la vista de enfermedades ante
las que se reconocen impotentes. Además, Pablo Ehrlich era un médico desagradable,
porque los sueños le atenazaban el cerebro; su mirada atravesaba la piel de sus
pacientes; sus ojos se convertían en supermicroscopios que sólo veían complicadas
fórmulas químicas en la materia vibrante de células. ¡Claro! Para él, la materia
orgánica era sólo cuestión de ciclos de benzol y cadenas laterales, al igual que las
substancias colorantes, y por ello, Pablo Ehrlich, sin importarle las teorías fisiológicas
modernas, inventó una química biológica propia y anticuada. Así pues, vemos que
Pablo Ehrlich era todo menos un gran médico: como tal, habría sido un fracasado.
¡Pero no murió!
¡Voy a teñir animales vivos! — exclamo —. La composición química de los
animales es igual a la química de mis colorantes: ¡tiñéndolos en vivo descubriré su
constitución!
Tomó azul de metileno, que era su colorante favorito, e inyectó una pequeña
cantidad en la vena auricular de un conejo; vio el color difundirse por la sangre y el
cuerpo del animal, tiñendo misteriosamente de azul únicamente las terminaciones
nerviosas. ¡Qué extraño! Por un momento olvido sus conocimientos fundamentales.
—Tal vez el azul de metileno mate el dolor— murmuró, y de inmediato procedió a
inyectar este producto a sus siguientes enfermos; pero se presentaban dificultades de
naturaleza más o menos cómica que, tal vez, atemorizaban a los pacientes, lo que es
muy comprensible.
Fracasó en su intentó de descubrir un buen anestésico; sin embargo, del extraño
comportamiento del azul de metileno entrando en un solo tejido de entre los
centenares que componen los seres vivos. Pablo Ehrlich sacó la fantástica idea que lo
conduciría a su bala mágica.
—He aquí un colorante —musitaba— que sólo tiñe un tejido de los varios que
forman el cuerpo animal; debe existir una substancia que no se fije en ninguno de los
tejidos que componen el cuerpo humano, pero que tina y mate microbios que atacan
al hombre.
Durante más de quince años abrigó este sueño, antes de tener la oportunidad de
llevarlo a cabo.
En 1890, Ehrlich regresó de Egipto: no había muerto de tuberculosis. Robert Koch
le aplicó su terrible remedio, que tampoco lo mató, y poco después entró a trabajar
en el Instituto Robert Koch, en Berlín, en aquellos días trascendentales en que
Behring sacrificaba conejillos de Indias para arrancar a los niños de las garras de la
difteria, y cuando el japonés Kitasato obraba maravillas con los ratones atacados de
tétanos. Ehrlich era el animador de aquel lugar tan serio. Koch solía entraren el
laboratorio de su discípulo, donde todo era confusión y amontonamiento y en el cual
había hileras de frascos llenos de vistosos colorantes que Ehrlich no tenía tiempo de
usar. Pueden estar seguros que Koch, el zar de aquel recinto, consideraba
disparatados los sueños de balas mágicas de Ehrlich; pero entraba para preguntar:
—Mi querido Ehrlich ¿qué nos dicen hoy sus experimentos?
Entonces Ehrlich soltaba una catarata de explicaciones atropelladas, que en
aquellos días versaban sobre las indagaciones que estaban realizando acerca de la
posibilidad de inmunizar a los ratones contra los venenos contenidos en las semillas
de ricino y jequirití: —Ve usted, puedo medir exactamente— es invariable— la
cantidad de veneno necesaria para matar en cuarenta y ocho horas a un ratón de cien
gramos; sabe usted, ya conozco la curva del aumento de inmunidad de mis ratones
con tanta precisión como si se tratará de un experimento de física. ¿Comprende
usted? He descubierto la forma en que el veneno mata a mis ratones: les coagula la
sangre en las arterias. Esta es la sencilla explicación...
Y Pablo Ehrlich blandía los tubos llenos de coágulos color ladrillo, de sangre de
ratón, para probarle a su ilustre jefe que la cantidad de veneno necesaria para
coagular aquella sangre es exactamente la requerida para matar al ratón de donde
procedía la sangre. Pablo Ehrlich lanzaba torrentes de cifras y de experimentos sobre
Roberto Koch...
—Un momento, querido Ehrlich. No puedo seguirlo; ¡por favor, explíquese con
más claridad!
—Perfectamente, señor doctor. Inmediatamente— y sin parar de hablar tomaba
un trozo de tiza, y arrodillado en el suelo garabateaba sobre el piso del laboratorio
enormes diagramas de sus ideas. ¿Ahora lo ve usted? ¿Esta claro?
A Pablo Ehrlich le faltaba decoro; hasta en sus actitudes, pues hacia dibujos en
cualquier sitio: en los puños de las camisas o en las suelas de los zapatos; en la
pechera de su propia camisa— desgraciadamente para su mujer—, y hasta en las
pecheras de las camisas de sus colegas si se descuidaban, sin más sentido de la
corrección que el que adorna a un niño molesto. Tampoco podría decirse que Pablo
Ehrlich tuviera decoro en sus propósitos, porque las veinticuatro horas del día se las
pasaba dando vueltas a los más desaforados pensamientos sobre el porqué de la
inmunidad o la medida de la inmunidad o de cómo transformar un colorante en bala
mágica. A su paso iba dejando un rastro de dibujos fantásticos, con los que
representaba sus ideas. No obstante, era un hombre muy preciso en sus
experimentos, y también el crítico más severo de las costumbres desordenadas de los
cazadores de microbios que buscan la verdad combinado un poco de esto con un poco
de aquello; en el laboratorio de Robert Koch, asesinaba cincuenta ratones— donde
antes se habrían contentado con uno—, y todo esto con intención de descubrir las
sencillas leyes, expresadas en fórmulas, que presentía se ocultaban tras el enigma de
la inmunidad, de la vida y de la muerte.
Aunque su precisión no le sirvió para resolver estos problemas, en cambio lo
ayudó para fabricar, finalmente, su bala mágica.
III
Era tan grande su jovialidad y su modestia que siempre estaba riéndose de sus
propias ridiculeces; ganaba amigos con facilidad, y como era hombre astuto
procuraba que alguno de ellos fueran personas influyentes. En 1890 lo vemos ya al
frente de su propio laboratorio: el «Instituto prusiano para pruebas de suero», situado
en Steglitz, cerca de Berlín, que consistía en dos pequeñas habitaciones: una que
había sido panadería y establo la otra.
—La falta de precisión nos hace fracasar— exclamaba Ehrlich recordando como se
había inventado la burbuja de las vacunas de Pasteur, y cómo se desinfló el globo de
los sueros de Behring—. El comportamiento de los venenos, de las vacunas y de las
antitoxinas deben regirse por leyes matemáticas— insistía.
Y este hombre, de imaginación tan fecunda, se paseaba por su reducido
laboratorio fumando, explicando, recomendando y midiendo con la mayor precisión
que podía, gotas de veneno, caldos y tubos calibrados de sueros curativos.
¿Leyes? Si hacía un experimento que resultaba bien solía decir: «Vea usted, ésta
es la razón». Y dibujaba un esquema estrambótico de cómo debía ser una toxina y
cómo estaba formada la estructura química de la célula; pero a medida que
continuaba su trabajo y marchaban al sacrificio regimientos de conejillos de Indias,
Pablo Ehrlich encontraba en sus sencillas teorías más excepciones que concordancias;
cosa que no le preocupaba en lo más mínimo, pues era tal su imaginación que
inventaba nuevas leyes en qué apoyar las excepciones. Y sus dibujos se volvían cada
vez más raros, hasta el punto que su famosa teoría de inmunidad de las cadenas
laterales se convirtió en un extravagante rompecabezas que apenas si servía para
explicar cosa alguna o predecir nada.
Hasta el día de su muerte, Pablo Ehrlich creyó firmemente en su disparatada
teoría de la inmunidad, basada en las cadenas laterales. Las críticas que le llegaron de
todas partes del mundo redujeron la teoría a fragmentos, pero él no cedió jamás; si
no encontraba pruebas para aniquilar a sus críticos, discutía con ellos, haciendo
razonamientos puntillosos a lo Duns Escoto o Santo Tomás de Aquino. Cuando salía
derrotado de los congresos médicos, acostumbraba maldecir alegremente, eso sí a su
antagonista durante todo el trayecto de regreso.
—¿Ve usted, querido colega?— solía exclamar—, Ese hombre es un sinvergüenza
fastidioso, y cada cinco minutos repetía a gritos esa frase, exponiéndose a que el
indignado inspector lo bajará del tren.
Así que si en 1899, a la edad de cuarenta y cinco años, Pablo Ehrlich hubiera
muerto, también habría sido calificado de fracasado. Sus esfuerzos por encontrar las
leyes de los sueros no se tradujeron sino en una serie de dibujos fantásticos que
nadie tomaba en serio, y que en realidad, en nada habían contribuido para
transformar los sueros poco efectivos en otros más poderosos.
« ¿Qué hacer, pues?: Un cambio ante todo —pensó Ehrlich.
Puso en juego sus influencias y buscó el apoyo de amigos poderosos, y muy
pronto el indispensable y estimable Kadereit, su cocinero y lavatrastos, se afanaba,
desmontando el laboratorio de Steglitz para trasladarlo a Francfort sobre el Mein, lejos
de las grandes escuelas de medicina y del runrún científico de Berlín. ¿Y por que ?
Pues porque las fábricas de los químicos mágicos, que producían incesantemente
ramilletes de preciosos colorantes, estaban cerca de Francfort. ¿Qué otra cosa podía
ser más importante para Pablo Ehrlich? Además, Francfort estaba lleno de judíos
ricos, célebres por su sentido social y por su dinero— el Geld, que junto con Gedul,
paciencia; Geschick, talento y Gluck, suerte; componían las cuatro G mayúsculas de
Ehrlich, según el indispensables para encontrar la bala mágica—. Ehrlich llegó a
Francfort, o mejor dicho, «llegamos a Francfort» como decía el indispensable
Kadereit, quien pasó unos días tormentosos trasladando todos los colorantes y la
balumba de revistas químicas garrapateadas y roídas por las esquinas.
Leyendo esta historia podría pensarse que sólo existe una clase de cazador de
microbios digna de fiar: aquella en la que los investigadores sólo dependen de sí
mismos, que prestan poca atención a la labor de los demás, y en lugar de leer libros
se ocupan de leer la Naturaleza; pero Pablo Ehrlich no encajaba en esta clasificación.
Pocas veces observaba la Naturaleza, a no ser bajo la forma de su sapo preferido, que
tenía en el jardín, y cuyas actividades le servían para pronosticar el tiempo, mientras
que Kaderait se encargaba de surtirlo de moscas. No. Pablo Ehrlich sacaba sus ideas
de los libros.
Vivía entre libros científicos y estaba suscrito a todas las publicaciones sobre
química editadas en todas las lenguas que entendía y en varias que no entendía. De
tal forma se amontonaron los libros en su laboratorio que cuando alguien llegaba de
visita y Ehrlich lo invitaba a sentarse, no quedaba el menor sitio para hacerlo. De los
bolsillos del gabán (cuando se acordaba de ponérselo) se asomaban revistas, y la
criada, al servirle el café por la mañana, se tropezaba en la recámara con pilas cada
día más altas, de libros. Los libros y los buenos cigarros lo mantenían en la inopia.
Los ratones anidaban entre los libros apilados en el viejo sofá de su despacho; y
cuando no estaba tiñendo animales, tanto por dentro como por fuera, se pasaba el
tiempo hojeando aquellos libros; lo más importante de su contenido, se grababa en el
cerebro de Ehrlich, para madurar y transformar en ideas fantásticas que esperaban
ser utilizadas. Sin que a nadie se le haya ocurrido acusarlo de robar ideas ajenas.
Pablo Ehrlich sacaba sus ideas de los libros, y estos pensamientos ajenos se
transformaban al hervir en el cerebro de Ehrlich.
Así, ahora, en 1901, a los ocho años de buscar la bala mágica, leyó un día los
trabajos de Alfonso. Laveran, quien como recordarán, descubrió el microbio del
paludismo y en los últimos tiempos se dedicaba al estudio de los tripanosomas. Había
inyectado a ratones aquellos diablos atetados que tan graves males ocasionaban en
las ancas de los caballos, produciéndoles la enfermedad conocida como mal de
caderas. Laveran observó que los tripanosomas mataban a ciento de cada cien
ratones, y entonces inyectó arsénico a los ratones enfermos, tratamiento que mató
muchos tripanosomas y que los alivió un tanto, sin que realmente se produjera una
notable mejoría. Hasta allí llegaron las investigaciones de Laveran. Los ratones
siguieron muriendo en todos los casos.
Pero esta simple lectura fue suficiente para encandilara Ehrlich.
—Este es un microbio excelente para experimentar. Es grande y por lo tanto
fácilmente visible; se desarrolla perfectamente en los ratones y los mata con perfecta
regularidad. Es infalible. ¿Qué mejor microbio que el tripanosoma para buscar una
bala mágica que cure sus efectos? ¡Sí pudiera encontrar el colorante que salvara
aunque fuera a un solo ratón!
IV
Paul Ehrlich empezó la búsqueda en 1902; dispuso toda su batería de colorantes
vistosos y brillantes, y exclamó: «¡Es—plén—di—do!, al contemplar las estanterías
ocupadas por un maravilloso mosaico de frascos diversamente coloreados. Se procuró
una buena provisión de ratones blancos y un doctor japonés, llamado Shiga, hombre
serio y trabajador, para que se ocupase de ellos, de cortarles un pedacito de la punta
de la cola y buscar los tripanosomas en la gota de sangre así obtenida, de cortar otro
pedacito de las mismas colas e inyectar a otro ratón la gota de sangre que brotaba;
en fin, para llevar a cabo una labor que requería toda la paciencia y el laborismo de
un japonés. Los malvados tripanosomas del mal de caderas, que llegaron al
laboratorio en un conejillo de Indias procedente del instituto Pasteur, de París, fueron
inyectados en el primer ratón y empezó la labor experimental.
Ensayaron cerca de quinientos colorantes. ¡Qué cazador tan poco científico era
Paul Ehrlich!
Estaba Ehrlich ensayando el efecto que producían en los ratones los vistosos y
complicados colorantes derivados de la benzopurpina, y los animales seguían
muriendo del mal de caderas con una regularidad desesperante.
Shiga inyectó tripanosomas de las caderas a dos ratones blancos, pasó un día y
otro; los párpados de los ratones empezaron a pegarse con el mucílago de su destino,
se les erizó el pelo con el miedo de su destrucción: un día más y todo habría
terminado para aquellos ratónenlos. Pero entonces les inyectó Shiga un poco de aquel
colorante modificado: Ehrlich vigila, se pasea, masculla palabras, gesticula y se tira de
los puños de la camisa: a los pocos minutos las orejas de los ratones se ponen
encarnadas y los ojos, casi cerrados, se vuelven más rosados que la de sus hermanos
albinos.
¡Aquel día es el día del destino de Paul Ehrlich, los tripanosomas desaparecieron
de la sangre de aquel ratón!
Se evaporaron ante el disparo de la bala mágica: creció hasta el último de ellos.
¿Y el ratón? Abre los ojos, mete el hocico entre las virutas del fondo de la jaula y
olfatea el cuerpo de su desgraciado camarada muerto, el que no ha recibido inyección
del colorante.
Es el primer ratón que se salva del ataque de los tripanosomas: lo ha salvado Paul
Ehrlich, gracias a su persistencia, a la casualidad; a Dios y a un colorante llamado rojo
tripan, cuyo nombre científico ocuparía una línea de esta página (Acido dianino
neftalín-disulfórico).
Shiga, con tenacidad desesperante, siguió inyectando rojo tripan a los ratones:
unos mejoraron, otros, empeoraron; uno cualquiera de ellos curado al parecer
correteaba por la jaula, y una buena mañana, a los sesenta días, presentaba un
aspecto raro, Shiga le cortaba hábilmente la punta de la cola y llamaba a Paul Ehrlich
para que viera la sangre, pletórica de tripanosomas culebreantes del mal de las
caderas. Los tripanosomas eran unos bichos terribles, astutos y resistentes como lo
son todos los microbios viles, pero entre éstos los hay superresistentes, como los
tripanosomas, que atacados a la vez por un judío y un japonés, armados de un
colorante vistoso, se relamen de gusto o se retiran discretamente a un lugar recóndito
del ratón, en espera del momento oportuno para multiplicarse a placer.
Paul Ehrlich pagó con miles de desengaños su primer ejército parcial; el
tripanosoma de la nagana, descubierto por David Bruce, y el tripanosoma de la del
sueño, mortal para los hombres, se reían del rojo tripan, rehusando en absoluto
dejarse influenciar por este producto. Además, lo que iba tan bien con los ratones era
un fracaso completo en cuanto lo aplicaron a los conejillos de Indias. Era una labor
agotadora, que sólo podía ser realizada por un hombre dotado de una paciencia tan
persistente como Paul Ehrlich.
A todo esto, el laboratorio iba ampliándose; las buenas gentes de Francfort
consideraban a Paul Ehrlich como un sabio, que entendía de todos los misterios, que
sondeaba todos los enigmas de la Naturaleza, que lo olvidaba todo. Se decía que
«herr Professor Doktor» Ehrlich tenía que escribirse a si mismo tarjetas postales con
varios días de anticipación para acordarse de los santos y cumpleaños de las personas
de su familia.
Las personas pudientes le reverenciaban, y en 1906 tuvo un golpe de suerte: la
señora Franziska Speyer, viuda de un rico banquero Georg Speyer, le dio una crecida
suma de dinero para edificar la Fundación Georg Speyer y para comprar aparatos de
vidrio, ratones y químicos experimentados capaces de producir en un abrir y cerrar de
ojos las materias colorantes más complicadas, de fabricar hasta los mismos productos
fantásticos que Ehrlich inventaba sobre papel.
V
Durante los dos días que siguieron, todo el personal, japoneses y alemanes, sin
contar unos cuantos judíos, hombres, ratas y ratones, miss Marquardt y miss Leupold,
sin olvidar a Kadereir, se afanaron en aquel laboratorio, que más parecía una forja
subterránea de gnomos y duendes. Ensayaron esto y lo de más allá con seiscientos
seis compuestos diferentes de arsénico, que tal fue el número exacto de ellos.
Tan grande era la autoridad que tenía el duende mayor sobre sus esclavos, que
nunca se pararon éstos a pensar en lo absurdo y lo imposible de la tarea que estaban
realizando, y que era ésta: transformar el arsénico, de arma favorita de los asesinos,
en medicina que nadie tenía la seguridad de que existiese para curar una enfermedad
que nunca se le había ocurrido a Ehrlich que pudiese ser curada. Aquellos esclavos
trabajaron como sólo pueden hacerlo hombres influidos por un fanático de frente
arrugada y amables ojos grises.
¡Y consiguieron modificar el Atoxil! ¡Fabricaron maravillosos compuestos de
arsénico, que curaban, efectivamente a los ratones! Pero entonces, y por desgracia,
cuando habían desaparecido los crueles tripanosomas del mal de caderas, aquellos
medicamentos prodigiosos convertían en agua la sangre de los ratones o les
provocaban una ictericia mortal.
Y ¿quién lo creería? Algunos de esos compuestos arsenicales hacían bailar a los
ratones, y no en un momento, sino que todo el tiempo que les quedaba de vida se lo
pasaban dando vueltas y vueltas y más vueltas, saltando arriba y abajo; el propio
Satanás no podía haber inventado una tortura peor para seres recién arrancados de
las garras de la muerte. Encontrar un producto curativo perfecto parecía una tarea
ridícula e imposible. ¿Y qué hacía Ehrlich a todo esto? Pues escribir. «Es muy
interesante el hecho de que el único daño producido a los ratones sea convertirlos en
bailarines. Las personas que visitan mi laboratorio, deben quedar impresionados por
el gran número de ratones bailarines que tengo». ¡Era un hombre notable!
Inventaron docenas de compuestos; trabajo desesperante, que se estrellaba,
además, con el extraño problema de la fijeza del arsénico. Al ver Ehrlich que una
dosis elevada de compuesto era demasiado peligrosa para los animales, intentó
curarlos dándoles varias dosis pequeñas; pero, por desgracia, los tripanosomas se
acostumbraron al arsénico y no morían de manera alguna, mientras que los ratones
perecían a montones. Tal fue el calvario que tuvieron que recorrer con los primeros
quinientos noventa y un compuestos de arsénico.
VI
A marchas forzadas, porque ya habla cumplido la cincuentena y le restaban pocos
años de vida activa, tropezó Paul Ehrlich. por casualidad, con el famoso preparado, el
606: aunque conviene advertir que sin la ayuda de Bertheim no lo hubiera encontrado
nunca. El 606 fue el resultado de la síntesis química más sutil: peligroso de obtener,
por el riesgo de incendios y explosiones ocasionados por los vapores de éter, que
intervenía en todas las fases de la preparación, y difícil de conservar, porque la menor
traza de aire lo transformaba en un veneno enérgico.
Tal era el célebre preparado 606. que disfrutaba del nombre: «p.p-Dihidroxidiaminoarsenobencero
» y cuyos efectos mortíferos sobre los tripanosomas fueron tan
grandes como su nombre. Una sola inyección de 606 hacía desaparecer todos los
tripanosomas de la sangre de un ratón atacado de mal de caderas; una dosis mínima
los barría, sin dejar uno para contarlo, y, además, era inofensivo, aunque contuviera
gran cantidad de arsénico, la droga favorita de los envenenadores; no dejaba ciegos a
los ratones, ni les convertía en agua la sangre, ni los hacía bailar. ¡Era inocuo!
Y, en efecto, ¿qué días más sensacionales en toda la historia de la bacteriología,
exceptuando los tiempos de Pasteur? El 606 era inocuo, curaba el mal de caderas,
precioso beneficio para los ratones y las ancas de los caballos; pero, ¿qué más? Pues
que Paul Ehrlich tuvo una inspiración afortunada a consecuencia de haber leído una
teoría desprovista de verdad. Paul Ehrlich habla leído en 1906 el descubrimiento
hecho por un zoólogo alemán, llamado Schaudinn, de un microbio fino, pálido y en
forma de espiral, que parecía un sacacorchos sin mango. «Schaudinn descubrió este
microbio pálido y con aspecto de sacacorcho sin mango y lo denominó «Spirocheta
paluda», demostrando que era la causa de la enfermedad que lleva un nombre
aborrecible: La sífilis.
Paul Ehrlich, al corriente de todo, había leído este descubrimiento, pero lo que
especialmente se le había quedado grabado en la memoria eran estas frases de
Schaudinn: «La Spirocheta paluda» pertenece al reino animal, no es como las
bacterias, es más, está íntimamente relacionada con los tripanosomas ... Los
espiroquetes se transforman a veces en tripanosomas.
A Paul Ehrlich no le preocupaba el hecho de que no existiesen pruebas formales
de que los dos microbios fueran primos, y con esté espíritu emprendió la marcha
hacia el día grande.
El 31 de agosto de 1909 Paul Ehrlich y Hata contemplaban un hermoso conejo
macho encerrado en un jaula y que disfrutaba de excelente salud, excepto que en la
delicada piel del escroto tenía dos úlceras terribles, úlceras causadas por la roedura
de los espiroquetos pálidos, que son para los hombres la recompensa del pecado,
inyectados por S. Hata un mes antes en el nada pecador conejillo. Bajo el lente de un
microscopio construido especialmente para poder observar un ser tan sutil como el
microbio pálido, puso Hata una gota del líquido procedente de las úlceras malignas, y
en la oscuridad del campo visual, destacándose merced a un potente haz de rayos
luminosos que lo iluminaba lateralmente, aparecieron miríadas de espiroquetas
pálidas, juguetonas, moviéndose animadamente con diez mil barrenas.
—Póngale la inyección —dijo Ehrlich.
Y en la vena auricular del conejo penetró la solución transparente y amarilla del
606 para luchar por primera vez contra la enfermedad del nombre repugnante.
Al día siguiente no quedaba ni un solo de los diablos espirales en el escroto del
conejo; las úlceras estaban en vías de cicatrización, cubiertas de costras francas. En
menos de un mes no quedaban ya más que unas ligerísimas señales. ¡Era una
curación como la de los tiempos bíblicos! Poco después escribía Ehrlich.
«Se deduce de estos experimentos que, si se administra una dosis
suficientemente elevada, los espiroquetes son destruidos total e inmediatamente con
una sola inyección».
¡Aquel fue el gran día para Ehrlich! ¡Allí estaba la bala mágica! ¡Y qué eficaz era!
Además, no presentaba peligro alguno, no había más que ver aquellos conejos
curados, que no habían sufrido la menor alteración al inyectarles Hata en la vena
auricular dosis de 606 tres veces más elevadas que la precisa para curarlos rápida y
eficazmente. Todo ello era aún más maravilloso que sus propios sueños, que había
sido motivo de risa para todos los investigadores de Alemania; ahora le llegaba a él la
ocasión de reírse.
—¡Es inocuo!— exclamaba Ehrlich.
Llegó 1910, que fue el año grande para Paul Ehrlich. Un día de ese año, al entrar
al Congreso científico de Koenigsberg fue recibido con un aplauso cerrado, frenético,
largo, tan prolongado que parecía que nunca iba a poder hablar. Dio cuenta de cómo,
por fin, había descubierto la bala mágica; describió los horrores de la enfermedad del
nombre repugnante, habló de los tristes casos de hombres desfigurados arrastrados a
una muerte horrible o, lo que era peor, al manicomio, a pesar del mercurio con que
eran alimentados, frotados e inyectados, hasta que los dientes amenazaban con
desprenderse de las encías. Relató casos de éstos considerados como incurables; una
inyección de 606, y arriba los enfermos, de pie; aumentaban quince kilos; volvían a
estar limpios y ya no eran rehuidos por los amigos. Habló de un desgraciado tan
espantosamente roído en la garganta por los espiroquetas pálidos, que durante meses
no pudo tomar más que alimentos líquidos mediante una sonda. Una inyección de 606
a las dos de la tarde, y por la noche aquel hombre había podido comer un
emparedado de salchicha. Habló de las pobres mujeres, víctimas inocentes de los
pecados de sus maridos, entre ellas una con dolores tan terribles en los huesos que
durante años enteros había tenido que recurrir a la morfina para poder conciliar el
sueño por las noches. Una inyección de 606, y aquella misma noche había dormido
tranquila, sosegada, sin necesidad de morfina. Milagroso; ni hierba ni droga de brujas,
sacerdotes y hechiceros de cualquier época había obrado milagros como éste. Ningún
suero ni vacuna de los bacteriólogos modernos se había aproximado a la matanza
benéfica causada por la bala mágica, por el compuesto numero seiscientos seis.
Jamás se escucharon ovaciones semejantes ni tan bien ganadas, porque Paul
Ehrlich aquel día había revelado un mundo nuevo a los ojos de los investigadores, y
olvidemos por un momento las esperanzas falsas a que dio lugar y los disgustos que
siguieron.
El mundo entero clamaba por Salvarsán, que así fue como Ehrlich, y
perdonémosle su grandilocuencia, bautizó al compuesto seiscientos seis. Después,
Bertheim, y diez ayudantes, agotados ya por el trabajo antes de dar comienzo a la
nueva tarea, fabricaron en el laboratorio de la Fundación Georg Speyer cientos de
miles de dosis del maravilloso producto. En aquel pequeño laboratorio llevaron a cabo
una labor propia de una fábrica de productos químicos, entre peligrosos vapores de
éter, con el temor de que el menor descuido privase de la vida a cientos de mujeres y
hombres, porque aquel Salvarsán era arma de dos filos. ¿Y qué era de Ehrlich? Pues,
minado por la diabetes, ya no era más que la sombra de un hombre.
A medida que la lista de pacientes fue creciendo iban figurando casos de curas
extraordinarias; pero también había otros no tan agradables de leer, que hablaban de
hipos y de vómitos, de piernas rígidas, de convulsiones y de muertes; de vez en
cuando constaba la muerte de una persona que no tenía por qué haber muerto
inmediatamente después de haber recibido la inyección de Salvarsán.
¡Y qué de esfuerzos no hizo para buscar la explicación! Hizo experimentos;
sostuvo copiosa correspondencia preguntando detalles minuciosos de cómo había sido
puesta la inyección; inventaba explicaciones sobre los márgenes de los naipes que le
servían para hacer solitarios por las noches, sobre las cubiertas de las novelas
policíacas, que constituían su única lectura para descansar, según se imaginaba. ¡Pero
no logró descansar! Aquellos desastres le perseguían y amargaban su triunfo.
Aquel compuesto número seiscientos seis, que salvaba de la muerte a millares de
personas; que las libraba de la locura y de un ostracismo peor aun que la muerte a
que estaban condenadas, y cuyos cuerpos eran roídos por los espiroquetes pálidos
hasta convertirlos en seres repugnantes, aquel seiscientos seis empezó a hacer
víctimas por docenas.
El cuerpo ya debilitado de Ehrlich se convirtió en una sombra, tratando de buscar
la explicación de aquel misterio demasiado profundo para ser explicado; aun hoy
mismo, que han pasado diez años después del momento en que Paul Ehrlich fumó su
último cigarro, sigue sin ser dilucidado. Así, pues, el triunfo de Ehrlich fue al mismo
tiempo la última refutación de sus teorías, tan a menudo equivocadas. «El compuesto
seiscientos seis se combina químicamente con el cuerpo humano, y, portante, no
puede causar daño alguno». Esta había sido su teoría...
Recordémosle como un explorador que descubrió un nuevo mundo para los
cazadores de microbios y les enseñó a fabricar balas mágicas.
Esta sencilla historia no seria completa de no hacer una confesión y es ésta: me
apasionan los cazadores de microbios, desde Antonio Leeuwenhoek hasta Paul Ehrlich,
y no especialmente por los descubrimientos que hicieron, ni por los beneficios que
reportaron a la Humanidad, no; me entusiasman por la clase de hombres que son, y
digo que son, porque en mi memoria vive cada uno de ellos y seguirá viviendo hasta
que mi cerebro deje de recordar.
Paul Ehrlich me entusiasma, por tanto; fue un hombre jovial, que llevaba
mezcladas en una caja todas las medallas que tenía y nunca sabía cuál ponerse en
cada ocasión; fue un hombre impulsivo, que en cierta ocasión salió en camisa de su
cuarto para saludar a un colega que había ido a buscarlo para llevarlo de juerga.
¡Y qué humor tenía!
—Según usted, es una gran labor cerebral, una hazaña científica —decía,
repitiendo las palabras de un admirador que así expresaba su opinión acerca del
descubrimiento del 606.
—Mi querido colega —contestó Paul Ehrlich—, para siete años de desgracia no he
tenido más que un momento de buena suerte.
FIN
UNA VEZ TERMINADA ESTA LECTURA, POR FAVOR EN UNA HOJA DE WORD CONTESTE LAS SIGUIENTES LÍNEAS DE REFLEXIÓN:1. QUÉ DIFERENCIA ENCUENTRA ENTRE EL MÉTODO DE INVESTIGACIÓN DE PASTEUR Y DE EHRLICH___
2. LA BALA MÁGICA DE EHRICH ES LO QUE ACTUALMENTE SE USA COMO ANTIBIÓTICO, CUAL ES LA DIFERENCIA?
3. LA FALTA DE UN MÉTODO MAS SISTEMÁTICO LE IMPIDIÓ A EHRLICH ENCONTRAR RÁPIDAMENTE SU BALA MÁGICA, ACTUALMENTE CUÁL ES ESE MÉTODO?
4. USTED PODRÍA NARRAR UNA HISTORIA QUE SE SEMEJE A LA HISTORIA DE LA BALA MÁGICA?
ENVÍE SU TRABAJO POR CORREO DE LA FORMA ACOSTUMBRADA, PONIOENDO SU NOMBRE. TAREA6
HÁGALO ANTES DEL 21 DE SEPTIEMBRE DE 2013


buena noche maestro, disculpe en la ultima pregunta quiere que contestemos con un si o un no, y el por que, o elaborar una historia similar?
ResponderEliminargraciass...
buen texto profe muy interesante practicamente este cientifico hizo casi lo mismo algo similar a lo que hizo pasteur!!!
ResponderEliminarYA LE MANDE EL TRABAJO PROFE!!!
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