PASTEUR Y EL PERRO RABIOSO
No hay que pensar, ni por asomo, que Pasteur consintió que la conmoción creada
por las pruebas sensacionales presentadas por Koch obscurecieran su fama y su
nombre. Es seguro que cualquier otro, menos sabueso para olfatear microbios, menos
poeta y menos diestro para mantener el asombro de las gentes, habría sido relegado
al más completo olvido. Pero, Pasteur, no.
Fue en la década de 1870 cuando Koch arrobó a los médicos alemanes con su
hermoso descubrimiento de las esporas del carbunco. Pasteur, siendo sólo un
químico, se atrevió a echar a un lado con un gruñido y un encogimiento de hombros,
la experiencia milenaria de los médicos en el estudio de las enfermedades.
Por esa época, las maternidades de París eran unos verdaderos focos de infección
a pesar de que Semmelweis, el austriaco, había demostrado que la fiebre puerperal
era contagiosa. De cada diecinueve mujeres que ingresaba a un hospital llenas de
esperanza, irremediablemente moría una, dejando huérfano a su hijito. Uno de estos
hospitales, en donde habían muerto diez madres, una tras otra, era llamada la Casa
del Crimen. Las mujeres ya ni siquiera se aventuraban a ponerse en manos de los
médicos más caros; empezaban a boicotear los hospitales, y muchas de ellas no se
atrevían ya a correr el terrible riesgo que representaba la maternidad. Los mismos
médicos, aunque acostumbrados a presenciar, compasivos pero impotentes, el
fallecimiento de sus clientes, se escandalizaban ante la presencia de la muerte en
cada alumbramiento.
Un día, un famoso médico pronunciaba ante la Academia de Medicina de París una
extensa perorata, salpicada de largas palabras griegas y elegantes latinajos, sobre la
causa de la fiebre puerperal, que desconocía por completo, cuando en una de sus
doctas y majestuosas frases fue interrumpido por una voz, que desde el fondo de la
sala rugió:
—¡Nada de lo que usted dice mata a las mujeres de fiebre puerperal! ¡Son
ustedes, los médicos, los que transmiten a las mujeres sanas, los microbios de las
enfermas!
Era Pasteur quien hablaba, levantado de su asiento, con los ojos chispeantes de
cólera.
—Tal vez tenga usted razón, pero mucho me temo que no encuentre usted jamás
ese microbio...
Y el orador intentó proseguir su discurso; pero ya Pasteur avanzaba por el pasillo
central arrastrando su pierna izquierda, semiparalizada. Tomó un trozo de tiza y gritó
al indignado orador y a la escandalizada Academia:
—¡Conque no podré encontrar el microbio!, ¿en? ¡Pues resulta que ya lo encontré!
tiene esta forma:
Y Pasteur dibujó en el pizarrón una cadena de pequeños círculos.
La reunión se disolvió en medio de la mayor confusión.
Pasteur tenía entonces cincuenta y tantos años, pero seguía siendo tan impetuoso
y tan apasionado como a los veinticinco. Fue químico experto en la fermentación del
azúcar de remolacha; había enseñado a los vinicultores cómo evitar que sus vinos se
deterioraran, y de allí se había ocupado de la salvación de los gusanos de seda
enfermos; había emprendido la cruzada de «Mejor Cerveza para Francia»,
consiguiendo, efectivamente, mejorarla. Pero, durante todos estos años de turbulenta
actividad en que había realizado el trabajo de una docena de hombres, Pasteur
soñaba con lograr descubrir los microbios que, estaba seguro, eran el azote del
género humano, los causantes de las enfermedades. Y de pronto se encontró con que
Koch le había tomado la delantera y tenía que alcanzarlo.
—En cierto modo, los microbios son algo mío. Hace veinte años, cuando Koch era
aún niño, yo fui el primero en demostrar su importancia —podemos figurarnos a
Pasteur murmurando. Pero se le presentaban ciertas dificultades para alcanzar a
Koch.
Para empezar, Pasteur jamás había tomado el pulso de nadie, ni ordenado a un
enfermo que sacase le lengua. Dudo que fuera capaz de distinguir un pulmón y un
hígado, y es casi seguro que no sabía ni cómo agarrar un escalpelo. Por lo que toca a
los condenado hospitales, tan sólo el olor le producía náuseas; sentía ganas de
taparse los oídos y salir corriendo para no escuchar los lamentos que llenaban
aquellas sucias galerías. Pero ahora, como siempre lo hizo este hombre invencible,
también se sobrepuso a su ignorancia en cuestiones médicas, nombrando, como
ayudantes suyos, primero a Joubert y después a Roux y a Chamberland, tres médicos
jóvenes y rebeldes frente a las anticuadas e imbéciles teorías médicas. Eran
admiradores asiduos de las conferencias impopulares dictadas por Pasteur en la
Academia de Medicina, creyendo a pie juntillas sus profecías acerca de los terribles
males causados por los animalillos microscópicos, y que eran objetos de mofa.
Pasteur admitió a estos tres muchachos en su laboratorio, y ellos, a cambio, le
explicaron el mecanismo interior de los animales, le enseñaron ¡a diferencia entre la
aguja y el émbolo de una jeringa, y lo convencieron de que los conejillos de Indias, y
los mismos conejos, apenas si sentían el pinchazo de una inyección, pues Pasteur era
muy delicado respecto a este punto. Estos tres hombres juraron, en secreto, ser
esclavos y a la vez sacerdotes de la nueva ciencia.
Nada más cierto que la ausencia de un método único para cazar microbios; la
mayor prueba de la diferencia de procedimientos está en los métodos seguidos por
Koch y por Pasteur. Koch era lógico y frío, como un texto de geometría; buscó el
bacilo de la tuberculosis con experimentos sistemáticos, anticipándose a todas las
objeciones que pudieran hacerle los incrédulos, antes de que éstos pensaran que
había algo que pudiera ser puesto en tela de juicio. Rendía cuenta de sus fracasos y
de sus triunfos con la misma minuciosidad y falta de entusiasmo. Tenía algo de
inhumano en su rectitud, y analizaba sus propios descubrimientos como si fueran
debidos a otro hombre a quien estuviera obligado a criticar. ¡Qué contraste ofrecía
Pasteur! Pasteur era un tanteador apasionado, que siempre estaba inventando teorías
geniales y sacando conjeturas equivocadas, disparándolas como cohetes en una fiesta
campestre de un solo golpe y como por accidente.
Pasteur se lanzó a la caza de microbios. Reventó el furúnculo que uno de sus
ayudantes tenía en el cuello; cultivó el microbio, y sacó la conclusión de que tal
germen era la causa de los furúnculos. Terminando estos experimentos, se apresuró a
correr al hospital en busca de sus cadenas de microbios en las mujeres muertas de
fiebre puerperal; salió de allí precipitadamente, para ir al campo a descubrir, sin
demostrarlo por entero, que las lombrices de tierra llevan a la superficie los bacilos
del carbunco que existen en los cadáveres de las reses enterradas a gran profundidad.
Pasteur fue un genio extraño, que parecía necesitar el placer que le proporcionaba la
energía de poder ejecutar varias cosas a la vez, con mayor o menor precisión, para
llegar a descubrir al átomo de verdad que yace en el fondo de casi toda su obra.
En esta diversidad de actividades simultáneas, podemos fácilmente imaginarnos a
Pasteur tratando de tomarle la delantera a Koch. Con hermosa claridad, Koch había
demostrado que los microbios son la causa de las enfermedades; sobre esto no cabía
la menor duda. Pero, a pesar de todo, esto no era lo más importante; aún quedaban
muchas cosas por descubrir, especialmente el modo de impedir que los microbios
matasen a la gente. ¡Había que proteger a la Humanidad de la muerte! Mucho tiempo
después de aquellos días desesperantes en que Pasteur anduvo a tientas en la
oscuridad, Roux decía:
—¡Cuántos experimentos absurdos e imposibles discutimos! Al día siguiente
nosotros mismos nos reíamos de ellos.
Es muy importante conocer los fracasos y los triunfos de Pasteur para poder
comprenderlo. Carecía de métodos seguros para obtener cultivos puros, pues para
esto se requería una paciencia como la de Koch. Cierto día, con gran contrariedad, se
encontró con que un matraz de orina hervida, en el que había sembrado bacilos de
carbunco, estaba infestado con huéspedes indeseables del aire, que lo habían
invadido. A la mañana siguiente observó que no quedaba ni un solo bacilo ántrax:
todos fueron exterminados por los microbios procedentes del aire.
De inmediato se le ocurrió a Pasteur esta hermosa idea:
—Si los inofensivos bacilos del aire exterminan dentro de un matraz a los bacilos
del carbunco, también lo harán dentro del cuerpo: ¡una especie de perro come perro!
—gritó Pasteur, y seguidamente puso a Roux y a Chamberland a trabajar en el
fantástico experimento de inyectar, primero, bacilos de carbunco a unos consejillos de
Indias y, en seguida, billones de microbios inofensivos, gérmenes benéficos que se
suponía cazarían y devorarían a los del carbunco, algo así como la mangosta que
mata a las cobras.
Pasteur, gravemente, anunció «que mucho podía esperarse de este experimento
para la curación de las enfermedades»; pero hasta ahí sabemos del asunto, porque
Pasteur nunca concedió al mundo la oportunidad de sacar enseñanza de sus fracasos.
Poco después la Academia de Ciencias lo comisionó para hacer un viaje curioso, y,
estando en esto, tropezó con el hecho que le proporcionaría la primera clave para
encontrar una manera acertada y memorable de convertir los microbios mortíferos en
benéficos. Empezó a soñar, a proyectar un plan fantástico para que los microbios
patógenos se enfrentaran contra sí mismos, protegiendo a los animales y a los
hombres de estos atacantes invisibles. Durante este tiempo, tuvo gran resonancia la
curación del carbunco inventada por un veterinario, Louvrier, en el este de Francia.
Según las personas influyentes de la región, Louvrier llevaba curadas centenares de
reses que estaban al borde de la muerte, y estas personas estimaban que ya era
tiempo de que este tratamiento curativo recibiera la aprobación de la ciencia.
Al llegar Pasteur, escoltado por sus ayudantes, se encontró que la cura de
Louvrier consistía en dar primero unas friegas vigorosas a las vacas enfermas, hasta
que entrasen bien en calor; hacer después a los animales largos cortes en la piel, en
los que vertía aguarrás, y finalmente, las vacas así maltratadas y mugientes, eran
recubiertas, a excepción de la cabeza, con una capa de dos dedos de grueso, de
estiércol empapado en vinagre caliente. Para que esta untura no se cayera, los
animales, que a estas alturas preferirían seguramente haber muerto, eran envueltos
por completo en una tela.
Pasteur dijo a Louvrier.
—Hagamos un experimento. Todas las vacas atacadas de carbunco no mueren:
algunas se ponen buenas ellas solas. No hay más que un medio, doctor Louvrier, de
saber si es o no su tratamiento el que las salva.
Trajeron cuatro vacas sanas, y Pasteur, en presencia de Louvrier y de una
solemne Comisión de ganaderos, inyectó en la paletilla a los cuatro animales sendas
dosis de microbios virulentos de carbunco, en cantidad tal, que serían seguramente
capaces de matar una oveja y los suficientemente elevadas para destruir unas
cuantas docenas de conejillos de Indias. Cuando, al día siguiente, volvieron Pasteur,
la Comisión y Louvrier, todas las vacas presentaban grandes hinchazones en las
paletillas, tenían fiebre y respiraban fatigosamente, siendo evidente que se
encontraban en bastante mal estado.
—Bueno, doctor— dijo Pasteur. De estas vacas enfermas, elija usted dos, que
vamos a llamar la A y la B; aplíqueles usted su nuevo tratamiento, y vamos a dejar
las otras dos, la C y la D, sin ningún tratamiento curativo.
Y Louvrier se ensañó con las pobres vacas A y B. El resultado fue un terrible
descalabro para el que pretendía sinceramente ser curandero de vacas, porque una de
las sometidas a tratamiento se mejoró, pero la otra murió, y, una de las que no había
sido tratadas también murió, pero la otra se puso buena.
—Aun este mismo experimento podía habernos engañado, doctor Louvrier —dijo
Pasteur— porque si hubiera usted sometido a tratamiento a las vacas A y D. en lugar
de las A y B, todos hubiéramos creído que realmente había usted descubierto un
remedio soberano contra el carbunco.
Quedaban disponibles dos vacas para ulteriores experimentos: animales que
habían tenido un fuerte ataque de carbunco, pero que habían salido adelante.
—¿Qué haría yo con esas vacas?—se preguntaba Pasteur—. Podía ensayar a
inyectarlas una dosis aun más fuerte de bacilos de carbunco; precisamente, tengo en
París un cultivo de carbunco capaz de hacer pasar un mal rato a un rinoceronte.
Pasteur hizo venir de París ese cultivo virulento, e inyectó, en la paletilla, cien
gotas del mismo a las dos vacas repuestas del ataque de carbunco. Se puso a
esperar, pero a aquellos animales no les sucedía nada, ni una mala hinchazón siquiera
en el sitio de la inyección; las vacas permanecieron completamente indemnes.
Entonces Pasteur hizo una de sus conjeturas de tiro rápido: «Cuando una vaca ha
tenido carbunco y sale adelante, no hay en el mundo microbio carbuncoso capaz de
producirle otro ataque; está inmunizada».
«¿Cómo producir a un animal un ataque ligero de carbunco, un ataque benigno,
que no le matase, pero que le inmunizase con toda seguridad? Debe de existir alguna
manera de hacer esto».
Meses enteros persiguió esta pesadilla a Pasteur, durante los cuales no cesaba de
repetir a Roux y a Chamberland: «¿Qué misterio hay ahí. análogo al de la no
recurrencia de las enfermedades infecciosas?. Tenemos que inmunizar?» «tenemos
que inmunizar contra los microbios......
Mientras tanto, Pasteur y sus fieles ayudantes enfocaban con sus microscopios
toda clase de materiales procedentes de hombres y animales muertos a consecuencia
de docenas de enfermedades diversas. Dedicados a esta labor, hubo un cierto barullo
de 1878 a 1880. hasta que un día la suerte o Dios puso debajo de las mismísimas
narices de Pasteur un procedimiento maravilloso para lograr la inmunización.
Trabajaba Pasteur en 1880 con un microbio pequeñísimo, descubierto por el
doctor Peroncito, que mata las aves de corral de una enfermedad llamada cólera de
las gallinas, y este microbio es tan diminuto, que aun bajo los objetivos más
poderosos sólo aparece como un punto vibrante. Pasteur fue el primer bacteriólogo
que obtuvo cultivos de este microbio puro, en un caldo de carne de gallina, y después
de haber observado cómo esos puntos vibrantes se multiplicaban hasta convertirse en
millones en unas cuantas horas, dejó caer una fracción pequeñísima de gota de ese
cultivo en una corteza de pan, que dio a comer a una gallina.
A las pocas horas, el pobre bicho dejó de cacarear, rehusó comida, se le erizaron
las plumas, y al día siguiente andaba vacilante, con los ojos cerrados por una especie
de sopor invencible, que se convirtió rápidamente en la muerte.
Roux y Chamberland se ocuparon de atender con todo esmero a aquellos
diminutos microbios; día tras día introdujeron una aguja de platino bien limpia, en
una matraz que contenía caldo de gallina pletórico de gérmenes, y sacudían después
la aguja húmeda en otro matraz con caldo, exento de toda clase de microbios,
obteniendo cada vez, de estas siembras, nuevas miríadas de microbios, que procedían
de los pocos que quedaban adheridos a la aguja de platino. Las mesas del laboratorio
llegaron a estar atestadas de cultivos abandonados, algunos, viejos de unas cuantas
semanas.
Entonces el Dios de las casualidades le sopló al oído, y Pasteur dijo a Roux:
—Sabemos que los microbios de las gallinas siguen viviendo en este matraz
aunque tengan ya varías semanas; pero vamos a probar de inyectar de este viejo
cultivo a unas gallinas.
Roux siguió estas instrucciones, y las gallinas enfermaron rápidamente: se
volvieron soñolientas y perdieron su acostumbrada vivacidad: pero a la mañana
siguiente, cuando Pasteur llegó al laboratorio, dispuesto a hacer la disección a los
animales, en la seguridad de que habrían muerto, los encontró perfectamente felices y
alegres.
Pero aún no había sonado la hora de su descubrimiento, y al día siguiente,
después de dejar a las gallinas a cargo del portero, Pasteur. Roux y Chamberland.
partieron para las vacaciones de verano, y cuando regresaron ya no se acordaban de
aquellas aves.
Pero un día dijo Pasteur a! mozo del laboratorio:
Traiga usted unas cuantas gallinas y prepárelas para inocularlas.
—Monsieur Pasteur, sólo nos quedan un par de gallinas que no han sido utilizadas
todavía. Acuérdese usted de que antes de marchar utilizó las mismas que quedaban,
inyectándoles los cultivos viejos, y, aunque enfermaron, no llegaron a morirse.
—Bueno; traiga usted la pareja nueva que queda, y también otras de las que ya
hemos utilizado; aquellas que pasaron el cólera y que se salvaron.
Fueron traídas las aves, y un ayudante inyectó en los músculos de la pechuga de
las gallinas nuevas y de las que habían pasado el cólera, caldo conteniendo miríadas
de microbios. Cuando, al día siguiente, entraron Roux y Chamberland al laboratorio,
oyeron la voz del jefe, que siempre llegaba una hora antes o así, que desde el cuarto
del piso inferior destinado a los animales, les gritaba:
—Roux. Chamberland. bajen ustedes enseguida.
Encontraron a Pasteur dando paseos delante de las jaulas de las gallinas.
—Miren ustedes. Las gallinas nuevas inyectadas ayer están muertas, como así
debía suceder, pero vean ustedes ahora esas otras dos que pasaron el cólera después
de haber recibido el mes pasado una inyección de cultivo viejo. Ayer les hemos
inyectado la misma dosis mortífera, y la han soportado perfectamente, ¡están alegres,
están comiendo!
Roux y Chamberland quedaron perplejos durante un segundo.
Entonces Pasteur se desató:
¡Ya está todo aclarado! Ya he encontrado la manera de conseguir que un animal
enferme ligeramente, tan ligeramente, que le sea posible reponerse. Todo lo que
tenemos que hacer es dejar envejecer en los matraces los cultivos virulentos, en lugar
de transplantarlos a diario a otros nuevos. Cuando los microbios envejecen se,
vuelven menos feroces; hacen enfermar a las gallinas pero sólo levemente, y al
curarse éstas pueden entonces soportar todos los microbios del mundo, por virulentos
que sean. Esta es nuestra oportunidad, este es el más notable de todos mis
descubrimientos, lo que he hallado es una vacuna mucho más segura, mucho más
científica que la de la viruela, enfermedad de la que nadie ha visto el microbio. Vamos
a aplicar también este procedimiento al carbunco, a todas las enfermedades
infecciosas. ¡Salvaremos muchas vidas!
C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f
Comente las siguientes reflexiones:
1.- Porqué algunos piensan que Luis Pasteur es el padre del método científico?
2.- Porqué algunos piensan que la observación – experimentación es el inicio del ciclo de la ciencia?
3.- Porqué algunos piensan que si Pasteur contara en su tiempo con el rigor de la ciencia actual habría conseguido muchos más que entonces?
4.- Que enseñanza le deja a usted esta Historia?
ENVÍE SU TAREA COMO LO ACOSTUMBRAMOS:
ESCRIBALA EN UNA HOJA DE WORD, GUARDELA CON SU NOMBRE.TAREA5
Y ENVÍELA POR CORREO A:
EN ASUNTO ANOTE SU NOMBRE. TAREA 5
HÁGALO ANTES DEL 10 DE SEPTIEMBRE
profe ya le mande la tarea espero que le guste!!!!
ResponderEliminarMuy Buena La lectura, en lo personal desde un principio me parecio muy Interesnte! & el final era de esperarse!(:
ResponderEliminarMe parecen muy interesantes varias cosas, desde actitudes que se deben tener como la insistencia, la paciencia hasta poner al servicio de la humanidad lo que Pasteur había descubierto, fue un gran observador y a el le debemos muchos descubrimientos
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